El duelo no solo es por la muerte — también es por todas las despedidas que no viste venir

El duelo no siempre viste de negro.
No siempre llega con flores, funerales o últimas palabras.
A veces se desliza en silencio, sin ceremonia.
Sin nombre.

Es el dolor que queda cuando una amistad se desvanece sin explicación.
Es el silencio entre dos personas que alguna vez se conocieron por completo.
Es esa versión de ti que nunca llegó a ser.
El hogar que dejaste atrás.
El idioma en el que ya no sabes soñar.

El duelo vive en las transiciones, en los espacios vacíos, en los “lo que pudo haber sido”.
Se esconde en nuestros calendarios: aniversarios de los que ya no hablamos, fechas que han perdido sentido.
Se esconde en la ropa que guardamos al fondo del clóset.
En la forma en que apartamos la mirada cuando alguien dice: “Pero eso fue hace mucho”.

Nos enseñan a hacer duelo por la muerte.
Pero ¿y todos los otros finales?

Las relaciones que se fueron deshilando poco a poco.
El trabajo que te quedó pequeño, pero en el que te quedaste.
La ciudad que dejaste con un nudo en la garganta.
El niño que no pudiste ser. El padre o madre que nunca tuviste.
La fe que ya no te queda.

El duelo pide reverencia, no comparación.
No necesita ser justificado para ser real.
Y, desde luego, no tiene que ser grande para ser sagrado.

No necesitas llamarlo duelo para sentir su peso.
Pero ponerle nombre puede ser el primer paso para dejarlo respirar.

Tienes permiso para llorar lo que no ocurrió.
Y tienes derecho a sanar sin prisa.
Reflexiones desde el espacio terapéutico

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